Durante esta semana, una organización gremial realizaba un piquete cortando uno de los puentes de acceso a la Capital Federal reclamando fundamentalmente, porque el ministerio de trabajo «no los escuchaba ni atendía sus reclamos».- En ese menester estaban, pidiendo tal cual se ha alentado y permitido durante estos años a troche y moche a cuanto «dirigente social» ( así se los denomina) se le ocurriera, impidiendo todo tipo de tránsito, cuando una pareja en una moto de pequeña cilindrada se acercó al puente, explicando que la señora que viajaba en la parte trasera del asiento padecía in-convenientes en su avanzado embarazo y necesitaba urgente atención médica. Los primeros en oírlos parecieron acceder al pedido de paso y así, la mujer bajándose de la moto y caminando a su lado avanzó lentamente, mientras el hombre conducía la misma. Hasta que de pronto, el grupo mas agitador del re-clamo ( ligados al gremio de portuarios ) encaró de mala forma al hombre que trató de explicarles que padecía la amputación de una pierna y usaba una ortopédica. De nada sirvieron ni las explicaciones primero, ni las súplicas después y tras golpear al hombre, bajarlo de la moto, trataron de quitarle la prótesis y terminaron arrojándolo del puente unos cuatro metros abajo, adonde fueron a buscarlo para robarle sus pocas pertenencias y dejarlo allí seguramente para que muriera.
Los que reclamaban por no ser escuchados, lucieron igual sordera y peor condición humana que aquellos a quienes les estaban reclamando. El hombre atacado por suerte se recupera y salvaría, milagrosamente su vida.
En la misma semana, un hombre incendió el auto de su ex esposa tomando fuego la vivienda donde habitaba ella e hijos de ambos y abundan las denuncias por casos de violencia familiar.
Todo esto sin ingresar en las grandes batallas como son las guerras de las barras bravas en las canchas matándose por el negocio de las entradas del mundial o las causas del narcotráfico que ya han llegado en Santa Fé a amenazar a ministros, funcionarios y jefes policiales después de aquella balacera contra la casa familiar del gobernador donde éste se encontraba junto a su famillia.
Esta otra violencia «menor» que incluye a los que reclamando por no ser escuchados por poco matan por no escuchar, está dando claras muestras de la abolición en gran parte de la sociedad argentina de la única herramienta que nos ha dado la naturaleza para poder sostener la difícil situación de vivir en comunidad.
De convivir.
La palabra – a ella nos referimos – ha dejado de ser el elemento al que recurrimos para señalar nuestras posturas y la audición, la complementaria que para escuchar las de los demás.
Dicen los profesionales que la mayoría de las personas que no pueden hablar con fluidez desde su niñez es porque son víctimas de sordera. Esto es: al no poder escuchar, nunca aprendieron a hablar.
Y la explicación médica adquiere otra dimensión en esta dramática realidad social que envuelve a los argentinos. Cada vez mas sectores dan muestras de ser sordos de nacimiento. No oyen y tampoco han aprendido a hablar.
La mayor degradación que exhibe esta sociedad es la de haber reducido a un valor mínimo a la organización de sonidos que emitidos y receptados con forma de idioma nos permite establecer claramente coincidencias y disidencias. Aprobaciones y rechazos.
¿ Y si no es por la vía de la palabra que las sociedades procesan y resuelven sus formas de sentir y vivir, cómo hacerlo ?
Por la bárbara fuerza. La barbarie.
Aquella que en los albores de la Patria, algunos de nuestros grandes hombres exponía hasta desde el título de alguno de sus libros, a los que apostaba precisamente para ganarle a la fuerza bruta y demencial.
Cada día de esta tragedia que ha alcanzado niveles impensados no hace mucho, no puede menos que retrotraernos a esas raíces donde tal vez volvamos a encontrar la disyuntiva de este principio de siglo veintiuno.
Estamos «muriendo» en la barbarie. ¿ Y qué otra cosa que civilización puede oponerse a esta anarquíca violencia generalizada ?
Claro que el grado de putrefacción de todos los valores de la sociedad, remiten a un estado de excepcionalidad, de emergencia, que impone remedios mas potentes y eficaces sobre todo en el corto plazo que los libros. Que la mera educación.
Elementos imprescindibles. Únicos tratamientos eficaces en el tiempo.
Pero insuficientes en este contexto.
Que otorga a todas luces una sola alternativa, que nuestra mediocre – en el mejor de los casos – dirigencia se resiste a mencionar y menos a aceptar: la declaración de guerra al delito en todas sus manifestaciones por parte del estado.
Y para que no queden dudas en cuanto a los alcances de esta expresión, vale reiterar «Guerra al delito». Y guerra no es ni un gentilicio ni un lugar en el paraíso.
Con todos los recursos que pueda rescatar el estado, del cajón donde hace tiempo que hay manzanas en putrefacción. Con todas las garantías que el estado puede y debe ofrecer. Pero con la firmeza y la convicción de un general libertador.
Solo tras la campaña de ese ejército de liberación – que claro está es del estado de derecho bien entendido y no de fuerzas de facto – quedará expedito el camino para aplicar el remedio que cura. El de la civilización, que ya una vez le ganó a la barbarie y nos condujo a ser uno de los países mas promisorios del planeta.
Sin ambas cosas, estaremos irremediablemente perdidos. Si la guerra no conduce a la civilización será estéril. Sin la guerra, el puerto de los valores humanos perdidos será una quimera.
Y queda una última recomendación: el cuando. Y ese cuando es hoy. Ya.
No hay mas tiempo que perder. Ni vidas. Ni trama social. Ni paciencia.
Porque de todo esto, solo queda «la raspa» y muy en el fondo de la olla.
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