Quienes son seguidores de esta columna semanal han leído opiniones críticas del funcionamiento de nuestro sistema educativo y por añadidura igual trato de la acción de quienes son sus actores, los maestros.
No será distinto el pensamiento en el “Día del Maestro”, pero quizás sea oportuno clarificar la idea con ánimo aclaratorio.
Debemos comprender que toda actividad cumana se mide por sus resultados.
Y son precisamente estos, los resultados, los que impulsan los juicios de valor negativos que más de una vez han sido escritos en estas notas.
No es necesario repetir conceptos ya dichos, pero alcanza con medir la actividad y los conocimientos que reciben nuestros nietos y nuestros hijos para advertir que hay carencias que mal que nos pese crecen cada día.
El avance tecnológico y científico alarga la distancia entre lo que se enseña en las escuelas y lo que demanda el mundo del trabajo.
En tanto países carentes de riquezas naturales han salido al frente porque han puesto énfasis en la educación de su juventud, nosotros vivimos la repetida escena del tratamiento de la Educación como una puja comercial que se limita a la lucha sindical por mejores sueldos y la imposibilidad oficial de satisfacer esas demandas.
Seguramente hay razón en el reclamo, pero la actitud es mezquina.
Cabía preguntarse qué ocurriría si mañana, por un toque mágico, los maestros triplican su sueldo.
¿Se triplicaría automáticamente la calidad de la prestación educativa?
Seguramente no.
Aquí está el nudo de la cuestión.
Los que tenemos algunos años podemos dar fe del deterioro de la calidad simplemente recordando a nuestras viejas maestras.
Que no ganaban tampoco una fortuna.
Que no contaban tampoco con los recursos técnicos ni las comodidades edilicias que merecían.
¿Qué ha pasado, entonces?
Aunque puede sonar simplista, el condimento vocacional se debilitó cuanto los Maestros se dejaron incluir en la condición de trabajadores de la Educación.
A partir de allí, de manera explícita o sutil, comenzaron a vivir su actividad como la de un obrero de una línea de producción que no trata con seres vivos sino con materiales inertes.
La Educación dejó de ser considerada una relación asimétrica, donde uno enseña y otro aprende.
El populismo, que necesita sometidos en lugar de ciudadanos, rebalsó la mochila de derechos de los alumnos y vació la de las obligaciones.
La autoridad en el aula dejó de ser patrimonio del maestro.
Aunque suene nostálgico hay que recordar que la fecha del “Día del Maestro” fue establecida en homenaje a Domingo Faustino Sarmiento, que murió en Paraguay el 11 de setiembre de 1988.
Ese Sarmiento, vilipendiado por la gestión de Gobierno que terminó el año pasado, fue de todo, pero antes y después de todo, Maestro.
Hay mil razones para criticarlo.
Pero hay una que basta y sobra para que su luz sea una esperanza recuperable.
Hizo la más grande revolución que ha vivido la Argentina.
En un País que tenía más del 70 % de analfabetos se dedicó a educar a la gente.
Tuvo la visión de la que tantos carecen y cargó con la furia loca de su temperamento contra la ignorancia.
Inspirados en él será la Argentina un País en serio el día en que el Ministro de Educación sea más conocido que el de Economía.
La actual gestión de Gobierno tiene ante sí miles de dificultades producto de la corrupción y la decadencia heredadas.
Hace bien en procurar sanear cada infección.
Pero hay que pedirle que dedique un tiempo para poner en marcha un cambio radical que termine con el sainete anual de la discusión limitada solamente al sueldo, que impida el ejercicio brutal de las cuelgas docentes y formule propuestas que corrijan el camino descendente de nuestra Educación.
No todos los maestros han de ser “baradeles”.
Seguramente hay muchos dispuestos a los que hay que tener en cuenta y hacerlos parte de la transformación que detenga la decadencia.
El futuro de la Argentina será lo que hoy son sus aulas.
No pueden, por ello, estar cerradas ni tampoco abiertas pero vacías de contenido.
¡Feliz día a los maestros maestros!
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